domingo, 11 de julio de 2010

Vidrio Empapado

Sólo la punta de sus dedos surcaba el gélido cristal; formaban angostas rutas a medida que se arrastraban sobre la superficie.

Su acompasada respiración se armonizaba con la afable mirada que ofrecía a nadie en particular.

Amaba la lluvia. Sentía que era una de las más puras expresiones de la naturaleza. Mas los recuerdos que provenían al mismo tiempo no eran tan hermosos en comparación al paisaje que ahora veía.

Eternas tardes saltando y riendo bajo aquellas juguetonas gotas… Eso era en un principio; algo que para muchos sería utópico para ella era un diario vivir.

Sin darse cuenta, la lluvia ya no era una compañera de diversión, era su refugio, era el hombro sobre el cual llorar. Fue su consuelo cuando le arrebataron a su padre de su lado; y cada noche en que a su mente volvía la imagen de su cuerpo mutilado y agonizante. Aquellas gotas se convirtieron en el escondite de sus lágrimas, incluso de su sangre, la que desde su intenso escarlata pasaba a ser un débil río rosa que recorría sus ropas.

No podía huir.

Después de cada paliza propinada por una imitación de padre, pasaba largas horas viendo el llanto del cielo…

De la misma manera que lo hacía ahora…

La amplia habitación no hacía más que aumentar el frío, y la oscuridad presente no hacía más que ocultarle su pesar.

¡Cómo anhelaba esos infinitos minutos en que esos charcos la hundían hasta las rodillas!

¡Cómo extrañaba alzar su rostro para recibir de lleno esas puras gotas con el solo pretexto de sentirse viva!

Ahora ni el gélido aire que la rodeaba calaba en su ser. De entre sus labios teñidos de un pálido violeta salía su aliento visible ante sus ojos…y se plasmaba en aquélla superficie borrando la marca de sus dedos.

La punta de su nariz enrojeció, y su piel ya era totalmente inerte a cualquier sensación; ni siquiera se percataba de que un débil camino de sangre había avanzado bastante.

Las escarlatas gotas que pendían de su rostro o bien caían en sus ropas o se estrellaban contra el suelo.

Hacía caso omiso a la debilidad que se asomaba… Pasar horas sin detener una herida trae sus consecuencias.

Era víctima de su propio pasado. Y quién sabe dónde estaría el charlatán responsable de las rojizas manchas; aquel intento de hombre que alguna vez le juró amor eterno.

Prácticamente sin pensarlo se pone de pie sin perder de vista el objeto de su atención. Sentía profundas ansias de estar una vez más bajo la lluvia –aunque sea una última vez.

Con un débil pero constante paso cruzó el umbral de su puerta encontrándose con los primeros goterones. Su sentido táctil comenzaba a retornar.

Avanzó más hasta detenerse en el mismo lugar que había estado observando. El agua chocaba contra ella de una forma que no esperaba. Su inerte piel volvió dolorosamente a la vida. Al principio sentía las gotas como pequeños alfileres que trataban de despertarla; pero esas tímidas puntas de pronto se volvieron hostiles navajas que penetraban cada rincón de su cuerpo. Comenzó a encogerse y encorvarse acongojada. Atinó a apoyarse y posteriormente sentarse en el banco que había llamado su atención dentro del paisaje que le permitía ver el cristal. Quedó estática, sólo con una mueca de sufrimiento en su rostro. El daño que sentía, en un principio mental, comenzó a manifestarse. Los pseudos puñales avivaron su braveza; su piel comenzó a rajarse, y a medida que las gotas volvían a chocar una y otra vez con las heridas, éstas se profundizaban cada vez más.

Ya no quedaban rastros de su pálida superficie. Sólo la cubría un escarlata manto. Su piel había sido calcinada por esa lluvia que tanto amó.

Reuniendo fuerzas que ya no tenía, alzó su mirada quedando prendida de aquel vidrio empapado que reflejaba su última y patética imagen.

A medida que las gotas de sangre caían y se mezclaban con los charcos de lluvia, su persona se iba desmoronando.

Sólo esperaría hasta secarse…

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